No deja de sorprenderme conforme más leo y profundizo en la neurociencia la enorme plasticidad que tiene nuestro cerebro en esa famosa interacción continua genética-entorno. Para todos aquellos que nos interesa el mundo de las emociones, hablar del mesencéfalo (también denominado sistema límbico, cerebro emocional, cerebro químico o cerebro mamífero) es clave para entender gran parte de un mundo ya programado y que sin embargo tanto desconocemos. Y lo más apasionante de todo, más allá de esa visión tan sistémica que declara tanto Damasio en sus últimos escritos al incorporar a todo el cuerpo en una unidad, es precisamente comprender cómo ha evolucionado nuestro cerebro en el desarrollo emocional.
En nuestra pubertad, se activan y desarrollan todos nuestros centros emocionales del mesencéfalo, principalmente la amígdala. Y la corteza prefrontal, responsable de nuestra conciencia presenta una evolución y plasticidad hasta los treinta años permitiendo alcanzar la madurez del adulto. Es por lo tanto el lóbulo frontal y su desarrollo el que nos ayudara a inhibir y controlar los impulsos y las emociones. Como dice Dispenza “el cerebro humano es extremadamente neuroplástico, lo que significa que mediante el aprendizaje continuo, las nuevas experiencias y la modificación de nuestro comportamiento, podemos volver a moldear y a dar forma a nuestro cerebro durante la edad adulta”.
Podemos hablar desde el cuerpo con las emociones, o desde el neocortex regularlas. Ambas estrategias son necesarias en el mundo adulto para poder tener un equilibrio emocional y comprendernos mejor. No puede ser que no hagamos caso a millones de años de historia evolutiva para al menos poder tener estrategias personales de autoconocimiento y regulación emocional. Si alguien nos hubiera enseñado de pequeños seguro todo sería más fácil, pero nuestra cultura occidental no contempla las emociones como elemento clave del individuo. ¡Cuánto nos queda por aprender! No es que tengamos suspenso en esta asignatura, es que la seguimos teniendo pendiente…